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Sin agricultores y sin agua, no hay alimentos

Es indudable que no corren buenos tiempos para la agricultura. Aun cuando la pandemia supuso un relanzamiento de la imagen del sector ante la sociedad, al ser considerada de manera unánime como un sector estratégico y pieza clave para mantener el orden civil en una sociedad convulsionada por un confinamiento sin precedentes, parece que esta sociedad ha olvidado pronto.

Unas veces han sido las manifestaciones inconscientes –o demasiado conscientes– de determinados  ministros y ministras que han proscrito a nuestros ganaderos situándolos como causantes de todos los males medioambientales; otras, atreviéndose a hablar de los agricultores como autores de episodios de “esclavitud” en el campo; otras, negociando con las cadenas de distribución para topar los precios de los alimentos básicos a costa de los productores; y otras, situando a la agricultura como responsables de la sequía, del vaciado de los embalses y pantanos o, sin más,  de la contaminación de los acuíferos. Algo que, a todas luces, es injusto e incierto.

A todo ello se unen las grandes políticas europeas de corte claramente conservacionista que imponen numerosas exigencias medioambientales a la agricultura, que ponen en serio peligro la competitividad de las explotaciones y que limitarán notablemente las producciones, dejando al sector en una posición de clara desventaja competitiva frente a productores de otras partes del mundo, a los que no se les impone el principio de reciprocidad en las importaciones de sus productos, pero que, por el contrario, inundan los mercados europeos compitiendo con los de nuestros agricultores y ganaderos.

Y por si lo anterior no fuese suficiente,  hay que sumar las incertidumbres derivadas de la invasión rusa en Ucrania, la volatilidad de los precios, la especulación de los mercados mundiales, la falta de mano de obra en la agricultura, el aumento de la inflación que limita la capacidad adquisitiva de los consumidores, el desmesurado incremento de los costes de producción (la luz, el gas, el carburante, los abonos, los fitosanitarios, las semillas, el coste de personal, la maquinaria, etc.) que hace que las cuentas no salgan a los agricultores ni a sus empresas cooperativas y, por supuesto, la incesante sequía o los extraordinarios fenómenos climatológicos que azotan las explotaciones cada vez más habitualmente  y que merman las cosechas de manera notable.

En definitiva, una tormenta perfecta de la que no es fácil escapar y con la que, mucho nos tememos, no seduciremos a los jóvenes agricultores que serán lo que tengan que tomar las riendas de las explotaciones en un futuro cada vez más cercano y que tendrán que administrar el legado que sus antecesores han construido durante décadas tanto a nivel individual como a nivel colectivo a través de las cooperativas. Pues queramos o no, despoblación y envejecimiento son dos realidades que caminan de manera paralela y avanzan de manera constante año tras año. En la próxima década, dos de cada tres agricultores se jubilarán en España. Por el contrario, la presencia de jóvenes en la titularidad de las explotaciones es de las más bajas de la Unión Europea, pues solo el 3,8% de las explotaciones cuentan con jóvenes menores de 35 años al frente de las mismas o solo el 9% de los perceptores de las ayudas PAC tiene menos de 41 años.

Sin embargo, en medio de esta tormenta, sorprende que nadie, ni políticos ni medios de comunicación, dedique un minuto de su tiempo en hablar bien de la agricultura ni de explicar a la sociedad que, si los agricultores no producen alimentos, la sociedad no come; y, a mayor abundamiento, si no hay agua para el riego de las explotaciones, las plantas no crecen y no producen alimentos. Seguramente hay gente que llega a pensar que un tomate, un pepino, una lechuga, un melón o una sandía salen de una cadena de producción de una fábrica donde con determinados materiales sintéticos colocados en un molde, se da forma a estos alimentos tras su inyección y soplado. Pues no, los alimentos salen de las plantas que se cultivan en nuestros campos que cuando no hay lluvias suficientes, se deben regar -siempre de manera equilibrada- con el agua extraída de pozos o embalses. No hay otra solución.

No podemos confundir a la gente. Si queremos tener alimentos para dar de comer a la sociedad, debemos de procurar que los agricultores y sus empresas cooperativas tengan margen de rentabilidad para que puedan seguir manteniendo sus explotaciones. Para ello, las explotaciones agrarias deben tener acceso al agua pues sin agua no hay alimentos. Fácil y sencillo.

Si además queremos que esos alimentos no suban de precio, recomendaríamos a nuestros políticos que en vez negociar con la distribución o los consumidores para “topar” los precios perjudicando directamente a los agricultores, lo que deben hacer es hablar con quién los produce y si hay que topar algo, pues habrá que topar los precios de los abonos, fitosanitarios, semillas, luz, carburante, etc., para que así se aminoren los costes de producción que ahora soportan los agricultores y se puedan ofrecer a la sociedad alimentos a menores precios. De lo contario, las explotaciones serán inviables y simplemente se dejará de producir. Esa será la peor noticia que podría recibir la sociedad.

Juan Miguel del Real.
Director general de Cooperativas Agro-alimentarias de CLM

Artigo publicado originalmente em IACA.


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